Petrita
Josefina Vicens
Este es un cuento largo de una de nuestras extraordinarias narradoras, quien con maestría nos sumerge en una historia de aire gótico. Aquí la segunda parte, dividida con el objeto de facilitar la lectura de esta joya de nuestra tradición literaria.
II
¡La niña muerta! ¡Cuanta vida tenía! Su cara verde parecía la de un animalito. Sí, tenía aire de familia con un animal, pero no sé como cuál. Las manos estaban trenzadas, crispadas más bien, y junto con los pies era lo único realmente aterrador, lo único que daba al conjunto un grito de protesta. Parecían pequeñas raíces retorcidas, extraídas violentamente de la tierra. Tenía un no sé qué de árbol frustrado, de asesinato inútil, de intimidad expuesta a la luz. Parecía que con sus pies y con sus manos, hubiera estado aferrada, sembrada a la tierra, y que al arrancarla de ella, hubiera muerto como una pequeña planta. No eran manos comunes, no eran manos para sostener un ramo de flores, ni una fruta, ni un juguete; no eran pies para caminar, no eran pies que hubieran podido calzar zapatos que todas las niñas usan. No, eran raíces jóvenes pero fibrosas y duras, raíces que solo en las entrañas de la tierra podían vivir e ir creciendo hasta alcanzar su verdadera forma y tamaño. No era una niña muerta; era una niña cortada, arrancada, cosechada prematuramente.
No era una niña muerta; era una niña cortada, arrancada, cosechada prematuramente.
Nuestra amistad fue creciendo poco a poco. Le compré un marco sencillo de madera de magnolia y la puse en el mejor sitio de mi cuarto, allí donde la luz favorecía más. No la coloqué entre lo que se encontraba allí, sino que fue alterando todo en tomo suyo. Cambié de lugar la cama, el escritorio, el sillón, el librero para poderla mirar desde cualquier punto.